Anoche termine de leer el libro del Dr. David R. Hawkins “Dejar ir”, libro que recomiendo vivamente a todo buscador espiritual. Un libro que enseña a “Dejar ir”, a desapagarnos de las emociones y dejarlas fluir sin quedarnos enganchados a ellas. El autor hace un analisis detallado de las emociones más problemáticas y nos facilita técnicas y herramientas para desapegarnos de ellas.Técnicas que pienso poner en práctica en mi vida diaria ya.
Pero no es motivo de este artículo hacer una reseña de este libro, eso será motivo de otro artículo. Lo que deseo es transcribiros la nota autobiográfica del Dr Hawkins que figura al final de todos sus libros y que da idea de la fuerza y claridad de sus argumentos y la razón de su trayectoria personal y profesional. Nota larga pero que he transcrito literalmente y que no tiene desperdicio y que recomiendo leer hasta el final:
Si bien las verdades expuestas en este libro estaban científicamente fundamentadas y objetivamente organizadas, al igual que todas las verdades, con anterioridad a todo ello, se experimentaron personalmente. Toda una vida de intensos estados de conciencia, que comenzaron a edad temprana, inspiró y dio dirección al proceso de realización subjetiva que, finalmente, tomó la forma de este libro.
A los tres años de edad, tuvo lugar una repentina consciencia plena de la existencia, una comprensión no verbal pero completa del significado del “Yo Soy”, seguido inmediatamente por la temible toma de conciencia de que el “yo” podría no haber venido a la existencia. Esto fue un despertar instantáneo, desde el olvido hasta una conciencia consciente, y en ese momento nació el yo personal, entrando la dualidad “Es” y “No Es” en mi conciencia subjetiva.
A lo largo de toda la infancia y primera adolescencia, la paradoja de la existencia y la pregunta de la realidad del yo no dejaron de ser una preocupación. El yo personal se deslizaba a veces en un Yo impersonal más grande, y el miedo inicial a la no existencia, el miedo fundamental a la nada, volvía a aparecer.
En 1939, cuando era repartidor de periódicos, con un recorrido de treinta kilómetros en bicicleta por los campos de Wisconsin, en una oscura noche de invierno, me sorprendió una ventisca de nieve de veinte grados bajo cero a mucha distancia de casa. La bicicleta tropezó con el hielo, y el viento endiablado arrancó los periódicos de la cesta del manillar, arrastrándolos por el campo nevado cubierto de hielo. Cayeron lágrimas de frustración y de cansancio, mientras las ropas se quedaban congeladas y rígidas. Para ponerme a resguardo del viento, hice un agujero en el hielo en una gran masa de nieve y me metí a rastras en él. Los temblores no tardaron en cesar y en dar paso a una sensación deliciosamente cálida, para luego entrar en un estado de paz indescriptible, que vino acompañado de un baño de luz y una presencia de infinito amor sin principio ni final, que no se diferenciaba de mi propia esencia. El cuerpo físico y todo lo que me rodeaba se desvaneció a medida que mi conciencia se fundía con este estado omnipresente e iluminado. La mente quedó en silencio; todo pensamiento cesó. Una Presencia Infinita era todo lo que había o podía haber, más allá de cualquier tiempo o descripción.
Después de ese estado de intemporalidad, llegó de pronto la conciencia de alguien que me sacudía la rodilla y, luego, apareció el ansioso rostro de mi padre. Sentía una gran reluctancia a volver al cuerpo y a todo lo que suponía, pero el amor y la angustia de mi padre hicieron que el Espíritu nutriera y reactivara el cuerpo. Había una gran compasión por el miedo de él a la muerte, aunque, al mismo tiempo, el concepto de muerte parecía absurdo.
No se habló con nadie de esta experiencia subjetiva, dado que no había disponible contexto alguno a partir del cual describirla. No era habitual oír hablar de experiencias espirituales, salvo las que se contaban de las vidas de los santos. Pero, después de esta experiencia, la realidad aceptada del mundo empezó a antojarse tan sólo provisional; las enseñanzas religiosas tradicionales habían perdido el sentido y, paradójicamente, me hice agnóstico. Comparado con la luz de la Divinidad que había iluminado toda existencia, el dios de la religión tradicional brillaba con una luz mortecina; y así, la espiritualidad sustituyó a la religión.
Durante la segunda guerra mundial, las peligrosas tareas a bordo de un dragaminas solían llevarnos a las proximidades de la muerte, pero no había ningún miedo ante ella. Era como si la muerte hubiera perdido su autenticidad. Después de la guerra, fascinado con las complejidades de la mente y queriendo estudiar psiquiatría, llevé a cabo mis estudios en la facultad de medicina. Mi psicoanalista instructor, un profesor de la Universidad de Columbia, también era agnóstico; los dos teníamos una visión muy sombría de la religión. El análisis fue bien, al igual que mi carrera, y todo terminó satisfactoriamente.
Sin embargo, mi vida profesional no fue tan tranquila. Caí enfermo de una dolencia progresiva y fatal, que parecía no responder a los tratamientos habituales. A los treinta y ocho años de edad, estuve in extremis, y supe que estaba a punto de morir. No me preocupaba el cuerpo, pero mi espíritu estaba en un estado de angustia y desesperación extremas. Y, cuando se aproximaba el último momento, un pensamiento fulguró en mi mente, “¿Y qué pasaría si existiera Dios?”. De modo que me puse a orar: “Si existe un Dios, le pido que me ayude ahora”. Me rendí ante cualquier Dios que pudiera haber y me sumí en el olvido. Cuando desperté, había tenido lugar una transformación tan enorme que me quedé mudo de asombro.
La persona que yo había sido ya no existía. Ya no había un yo o un ego personal, sólo una Presencia Infinita de un poder tan ilimitado, que no había nada más que eso. Esa Presencia había sustituido a lo que había sido “yo”, y el cuerpo y sus acciones estaban controlados ahora sólo por la Voluntad Infinita de la Presencia. El mundo estaba iluminado con la claridad de una Unidad Infinita, que se expresaba en todas las cosas reveladas en su belleza y perfección infinitas.
Esta serenidad persistió con el transcurso de los años. No había voluntad personal; el cuerpo físico seguía llevando a cabo sus asuntos bajo la dirección de la infinitamente poderosa, pero exquisitamente suave, Voluntad de la Presencia. En ese estado, no había necesidad alguna de pensar en nada. Toda verdad era evidente en sí misma, y ya no era necesaria ninguna conceptualización, ni siquiera era posible. Al mismo tiempo, el sistema nervioso parecía estar sometido a prueba, como si estuviera llevando mucha más energía de la que permitía el diseño de sus circuitos.
No era posible funcionar de forma eficaz en el mundo. Las motivaciones ordinarias habían desaparecido, junto con el miedo y la ansiedad. No había nada que buscar, dado que todo era perfecto. La fama, el éxito y el dinero carecían de sentido. Los amigos me instaban pragmáticamente a que volviera a la consulta clínica, pero no había ninguna motivación ordinaria que me llevara a ello.
Ahora podía percibir la realidad que subyace a las personalidades; el origen de las dolencias emocionales se halla en la creencia de las personas de que ellas son sus personalidades. Y así, como por sí mismo, el consultorio clínico se volvió a poner en marcha y, con el tiempo, creció enormemente.
Venía gente de todos los Estados Unidos, y el consultorio llegó a tener dos mil pacientes externos, que precisaban de más de cincuenta terapeutas y demás empleados, con veinticinco oficinas, y laboratorios de investigación y electroencefalográficos. Cada año, llegaban mil pacientes nuevos y, además, comenzaron a darse entrevistas en la radio y en los programas de las cadenas de televisión, como ya se ha mencionado. En 1973, las investigaciones clínicas se documentaron en el formato tradicional de un libro, Orthomolecular Psychiatry. Esta obra iba diez años por delante de su tiempo, y generó cierto revuelo.
Las condiciones generales del sistema nervioso mejoraron lentamente y, luego, comenzó otro fenómeno. Había una dulce y deliciosa corriente de energía que fluía constantemente hacia arriba por la médula espinal para entrar después en el cerebro, donde generaba una intensa sensación de placer ininterrumpido. Todo en la vida sucedía por sincronicidad y se desarrollaba en perfecta armonía; lo milagroso era habitual. La Presencia, y no el yo personal, era el origen de lo que el mundo llamaría milagros. Lo que quedaba del “yo” personal era sólo un testigo de estos fenómenos. El “Yo” mayor, más profundo que mi anterior yo o anteriores pensamientos, determinaba todo cuanto sucedía.
De los estados que se presentaban habían dado cuenta otros a lo largo de la historia, y eso llevó a la investigación de las enseñanzas espirituales, entre ellas las de Buda, las de sabios iluminados, las de Huang Po, y las de maestros más recientes, como Ramana Maharshi y Nisargadatta Maharaj. Así quedó confirmado que estas experiencias no eran únicas. El Bhagavad-Gita tenía ahora pleno sentido, y a veces nos encontrábamos con que Sri Ramakrishna y los santos cristianos daban cuenta de los mismos éxtasis espirituales.
Todos los objetos, todas las personas en el mundo eran luminosos y exquisitamente hermosos. Todos los seres vivos se hicieron Radiantes, y expresaban esta Radiación en serenidad y esplendor. Era evidente que toda la humanidad estaba en realidad motivada por el amor interior, pero que simplemente ya no era consciente de ello; la mayoría de las personas viven como en un sueño, y no despiertan a la conciencia de lo que realmente son. La gente a mi alrededor parecía estar dormida, y era increíblemente hermosa. Era como si estuviera enamorado de todo el mundo.
Tuve que dejar la práctica habitual de meditar durante una hora por la mañana y otra hora después de cenar, porque intensificaba el arrobamiento hasta tal punto, que no era posible funcionar en el mundo. De nuevo, hubo una experiencia similar a la que había tenido lugar bajo aquella masa de nieve cuando era un chico, y cada vez resultaba más difícil dejar aquel estado para volver al mundo. La belleza increíble de todas las cosas brillaba en toda su perfección, y donde el mundo veía fealdad, sólo había belleza intemporal. Este amor espiritual impregnaba toda percepción, y desaparecieron todos los límites entre el aquí y el allí, el después y el ahora, o la separación.
Durante los años pasados en el silencio interior, creció la fuerza de la Presencia. La vida ya no era personal; ya no existía la voluntad personal. El “yo” personal se había convertido en un instrumento de la Presencia Infinita, e iba de aquí para allí y hacía las cosas como si tuviera voluntad. La gente sentía una extraordinaria paz dentro del aura de esa Presencia. Los buscadores buscaban respuestas, pero ya no había nada individual que respondiera al nombre de David. Ciertamente, se daban respuestas muy delicadas desde el propio Yo de ellos, que no era diferente del mío. En cada persona, el mismo Yo brillaba en sus ojos.
Lo milagroso acaeció más allá de la comprensión ordinaria. Desaparecieron muchas dolencias crónicas que el cuerpo había estado sufriendo durante años; la visión ocular se normalizó espontáneamente, y ya no hubo más necesidad de llevar unas lentes bifocales que, en teoría, debían haber sido para toda la vida.
De vez en cuando, una energía exquisita de arrobo, un Amor Infinito, comenzaba a irradiar de pronto desde el corazón hacia el escenario de alguna calamidad. Una vez, mientras conducía por la autopista, esta energía exquisita comenzó a brillar en el pecho. Al tomar una curva, apareció un automóvil accidentado; el vehículo estaba volcado, y las ruedas aún estaban girando. La energía pasó con gran intensidad desde el pecho hasta los ocupantes del automóvil, y luego se detuvo por sí sola. En otra ocasión, mientras iba caminando por una calle de una ciudad que no conocía, la energía comenzó a fluir en dirección a la manzana siguiente, hasta llegar a la escena de una incipiente pelea de pandillas. Los muchachos se retrajeron y se echaron a reír; y, entonces, una vez más, la energía se detuvo.
Profundos cambios de percepción se dieron sin previo aviso en circunstancias improbables. Mientras cenaba solo en Rothman’s, en Long Island, la Presencia se intensificó de pronto hasta que cada objeto y cada persona, que parecían estar separados bajo la percepción ordinaria, se desvanecieron en una universalidad y unidad intemporal. En aquel Silencio inmóvil, se hizo obvio que no había “acontecimientos” ni “cosas”, y que en realidad nada “ocurre”, porque pasado, presente y futuro no son más que artefactos de la percepción, al igual que la ilusión de un “yo” separado, sujeto al nacimiento y la muerte. A medida que el yo limitado y falso se disolvía en el Yo universal de su verdadero origen, surgía la sensación inefable de haber vuelto a casa, a un estado de absoluta paz y de alivio de todo sufrimiento. Es únicamente la ilusión de la individualidad la que da origen a todo sufrimiento; en cuanto uno se da cuenta de que en realidad es el universo, completo y uno con “Todo lo que es”, para siempre sin fin, ya no es posible ningún sufrimiento.
Venían pacientes de todos los países del mundo, algunos de ellos eran los más desesperados de los desesperados. Llegaban con aspectos grotescos, retorcidos, envueltos en sábanas húmedas, con las que los transportaban desde lejanos hospitales, esperando un tratamiento para una psicosis avanzada y para trastornos mentales graves e incurables. Había algunos catatónicos; muchos habían estado mudos durante años. Pero, en cada paciente, por debajo de su apariencia lisiada, estaba la brillante esencia del amor y la belleza, quizá tan oscurecida para la visión ordinaria que la persona había llegado a no sentirse amada por nadie en el mundo.
Un día, trajeron a una catatónica muda al hospital con una camisa de fuerza. Tenía un grave trastorno neurológico y era incapaz de mantenerse en pie. Se retorcía en el suelo, con espasmos y con los ojos en blanco. Tenía el cabello enmarañado; había desgarrado toda su ropa y emitía sonidos guturales. Su familia era bastante rica y, debido a ello, la habían estado viendo durante años un sinfín de médicos y de especialistas de todo el mundo bastante famosos. Se había intentado todo con ella, y la profesión médica se había dado por vencida con su desesperanzador caso.
Surgió una escueta pregunta sin verbalizar: “¿Qué quieres hacer con ella, Dios?”. Y entonces se hizo claro que lo único que aquella mujer necesitaba era que la amaran, eso era todo. Su yo interior brillaba a través de los ojos, y el Yo conectó con aquella esencia amorosa. Y en aquel mismo momento se curó, al darse cuenta de quién era realmente; lo que pudiera ocurrirle a su mente o a su cuerpo ya no le importaba.
Esto, en esencia, ocurrió con innumerables pacientes. Algunos se recuperaban a los ojos del mundo y otros no, pero a los pacientes ya no les importaba que se diera o no una recuperación clínica. Su agonía interna había terminado. En el momento se sentían amados y en paz, el dolor cesaba. Este fenómeno sólo se puede explicar diciendo que la Compasión de la Presencia recontextualizaba la realidad de cada uno de los pacientes de tal modo, que experimentaban la curación en un nivel que trascendía el mundo y sus apariencias. La paz interior del Yo nos envolvía a todos más allá del tiempo y de la identidad.
Era evidente que todo dolor y todo sufrimiento surgen únicamente del ego y no de Dios, y esta verdad se le comunicaba silenciosamente a la mente del paciente. Ése era el bloqueo mental de otro catatónico, que llevaba sin hablar muchos años. El Yo le dijo a través de la mente: “Estás culpando a Dios por lo que el ego te ha hecho a ti”. Y el paciente dio un salto y se puso a hablar, para sorpresa de la enfermera que presenciaba el incidente.
El trabajo se hacía cada vez más gravoso, y llegó a hacerse abrumador. Se rechazaba a los pacientes, a la espera de que hubiera camas, a pesar de que el hospital había construido una sala extra para albergarlos. Era enormemente frustrante no poder contrarrestar el sufrimiento humano más que de uno en uno. Era como achicar agua del mar. Debía de haber algún otro modo de abordar las causas del malestar general, de aquel interminable río de angustia espiritual y de sufrimiento humano.
Todo esto llevó al estudio de la kinesiología, que resultó ser un descubrimiento sorprendente. Era un “agujero de gusano” entre dos universos: el mundo físico y el mundo de la mente y del espíritu. Era un interfaz entre dos dimensiones. En un mundo lleno de gente dormida, que había perdido la conexión con su origen, nos encontrábamos con una herramienta que permitía recuperar, y demostrar ante todos, la conexión perdida con la realidad superior. Esto llevó a poner a prueba cada sustancia, pensamiento y concepto que pudiera ser traído a la mente. En aquel esfuerzo, recibí la ayuda de mis alumnos y de mis ayudantes de investigación. Y entonces se hizo un importante descubrimiento: mientras que todos los individuos daban una respuesta débil ante estímulos negativos, como las luces fluorescentes, los pesticidas y los edulcorantes artificiales, los estudiantes de disciplinas espirituales que habían desarrollado sus niveles de consciencia no daban respuestas débiles como las que daban las personas normales. En su consciencia, había cambiado algo importante y decisivo. Al parecer, ocurría cuando se daban cuenta de que no estaban a merced del mundo, y que sólo se veían afectados por aquellas cosas en las que creía su mente. Quizá el proceso de desarrollo hacia la iluminación podría enseñarse para incrementar la capacidad de resistencia del hombre ante las vicisitudes de la existencia, incluidas las enfermedades.
El Yo tenía la capacidad de cambiar las cosas del mundo, simplemente, previéndolas; el Amor cambiaba el mundo cada vez que sustituía al no amor. La disposición general de la civilización se podía alterar profundamente concentrando este poder del amor en un punto muy concreto. Cada vez que esto sucedía, la historia se bifurcaba en nuevos caminos.
Y, ahora, daba la impresión de que estos atisbos cruciales no sólo se podían comunicar con el mundo, sino que, además, se podían demostrar de forma visible e irrefutable. Daba la impresión de que la gran tragedia de la vida humana siempre había sido lo fácil que era engañar a la psique; la discordia y los conflictos habían sido las consecuencias inevitables de esa incapacidad básica de la humanidad para distinguir lo falso de lo verdadero. Pero aquí había una respuesta para este dilema fundamental, una forma de recontextualizar la naturaleza de la misma consciencia y de hacer explicable aquello que, de otro modo, sólo se podía inferir.
Había llegado el momento de dejar la vida en Nueva York, con su apartamento de ciudad, y mudarse a una casa en Long Island para hacer algo más importante. Era necesario perfeccionarme a mí mismo como instrumento, y eso suponía dejar el mundo y todo lo que hay en él para sumergirme en una vida de reclusión en una pequeña ciudad, donde pasaría siete años entregado a la meditación y el estudio.
Sin buscarlos, volvieron los abrumadores estados de arrobamiento y, con el tiempo, surgió la necesidad de aprender el modo de estar en la Presencia Divina y, aun así, seguir funcionando en el mundo. La mente había perdido el rastro de lo que estaba sucediendo en el mundo en general y, con el fin de investigar y escribir, se hizo necesario abandonar la práctica espiritual y concentrarse en el mundo de la forma. Leyendo periódicos y viendo la televisión, pude ponerme al día con la historia de quién era quién, con los principales acontecimientos y con la naturaleza del diálogo social en curso.
Las excepcionales experiencias subjetivas de la verdad, que es competencia de los místicos, que influyen en toda la humanidad enviando energía espiritual a la consciencia colectiva, son algo incomprensible para la mayoría de las personas y tienen por tanto un sentido limitado, salvo para otros buscadores espirituales. Esto llevó a un gran esfuerzo por ser ordinario, porque el mero hecho de ser ordinario es una expresión de la divinidad; la verdad del yo verdadero de uno se puede descubrir en el sendero de la vida cotidiana. Lo único que hace falta es vivir con cariño y con bondad. El resto se revela por sí mismo a su debido tiempo. Lo corriente y Dios no son cosas diferentes.
Y así, tras un largo viaje circular del espíritu, se regresó al trabajo más importante, que consistía en intentar traer la Presencia al menos un poco más cerca de tantas personas como fuera posible.
La Presencia es silenciosa y transmite un estado de paz, que es el espacio en el cual y por el cual todo es y tiene su existencia y experiencia. Es infinitamente suave y, no obstante, es como una roca. Con ella, desaparece todo temor. Y, debido a que el sentido del tiempo se detiene, no hay aprensión ni pesar algunos, no hay dolor, no hay anticipación; la fuente de la alegría es interminable y siempre está presente. Sin principio ni final, no hay pérdida, ni pesar, ni deseo; no hace falta hacer nada, todo es ya perfecto y completo.
Cuando el tiempo se detiene, todos los problemas desaparecen; son meramente artefactos de un punto de percepción. Cuando se impone la Presencia, ya no hay más identificación con el cuerpo o con la mente. Y, cuando la mente guarda silencio, el pensamiento “Yo Soy” desaparece también, y la Conciencia Pura brilla para iluminar lo que uno es, fue y siempre será, más allá de todos los mundos y todos los universos, más allá del tiempo y, por tanto, sin principio ni fin.
La gente se pregunta: “¿Cómo se alcanza este estado de conciencia?”, pero son pocos los que siguen los pasos, debido a su sencillez. En primer lugar, el deseo de alcanzar ese estado era muy intenso. Después, la disciplina comenzó a actuar con un perdón y una ternura constantes y universales, sin excepción. Uno ha de ser compasivo con todo, incluso con el propio yo y con los pensamientos de uno. Más tarde, tuve que estar dispuesto a dejar en suspenso los deseos y a someter la voluntad personal en todo momento. A medida que cada pensamiento, cada sentimiento, cada deseo y cada acto se sometían a Dios, la mente se iba quedando en silencio. Al principio, se desembarazó de historias y de párrafos enteros, después de ideas y conceptos. Y, cuando uno deja de querer poseer estos pensamientos, éstos ya no alcanzan tanta elaboración, y comienzan a fragmentarse cuando están a mitad de formarse. Finalmente, fue posible invertir la energía que hay tras el pensamiento antes siquiera de que se convirtiera en pensamiento.
El trabajo para fijar el enfoque fue constante e implacable, sin siquiera permitirse un instante de distracción en la meditación, y prosiguió mientras me dedicaba a las actividades habituales. Al principio, parecía muy difícil pero, con el paso de los días, se convirtió en algo habitual y automático, precisando cada vez de menos esfuerzo para, finalmente, suceder sin esfuerzo alguno. El proceso se parece al de un cohete que abandonara la Tierra. Al principio, hace falta un enorme poder pero, después, hace falta cada vez menos, a medida que la nave abandona el campo gravitatorio terrestre, hasta que, finalmente, se mueve por el espacio mediante su propio impulso.
De repente, y sin previo aviso, tuvo lugar un cambio de conciencia y la Presencia ya estaba ahí, inequívoca y omniabarcante. Hubo unos instantes de aprensión cuando el yo moría y, luego, el absoluto de la Presencia inspiró un relámpago sobrecogedor. El avance fue espectacular, más intenso que ningún otro con anterioridad. No había nada con qué compararlo en la experiencia normal. Tan profundo impacto quedó amortiguado por el amor que conlleva la Presencia. Sin el apoyo y la protección de ese amor, uno habría quedado aniquilado.
Después, vino un momento de terror, cuando el ego se aferró a la existencia, temiendo convertirse en nada. Pero, en vez de eso, cuando murió, se vio sustituido por el Yo como Totalidad, el Todo en el cual todo se conoce y es obvio en la perfecta expresión de su propia esencia. Con la no localidad, llegó la conciencia de que uno es todo lo que haya existido o pueda existir. Uno es total y completo, más allá de toda identidad, más allá de todo género, más allá siquiera de su misma humanidad. Ya nunca más habría que temer el sufrimiento ni la muerte.
Lo que sucedió con el cuerpo después de este punto es irrelevante. En determinados niveles de conciencia espiritual, los achaques del cuerpo se curan o desaparecen espontáneamente. Pero en el estado absoluto, tales consideraciones son irrelevantes. El cuerpo seguirá el curso previsto y, luego, volverá al lugar de donde vino. Es una cuestión sin importancia, y uno no se siente afectado por ello. El cuerpo se convierte en un “eso”, más que en un “yo”, como cualquier otro objeto, como un mueble de una habitación. Se le antoja a uno cómico que la gente siga dirigiéndose al cuerpo como si fuera el “tú” individual, pero no hay forma de explicar este estado de conciencia a quien no lo haya vivido. Lo mejor es seguir adelante con los propios asuntos y dejar que la Providencia se ocupe del ajuste social. Sin embargo, cuando uno se sumerge en el arrobamiento, es muy difícil ocultar un estado de semejante éxtasis. El mundo puede quedarse deslumbrado, y la gente puede venir desde muy lejos para conectar con el aura que lo acompaña. Los buscadores espirituales y los curiosos de lo espiritual pueden sentirse atraídos, al igual que los enfermos que están buscando un milagro; uno se puede convertir en un imán y en fuente de alegría para ellos. Normalmente, en este punto existe el deseo de compartir este estado con los demás, y de utilizarlo en beneficio de todos.
El éxtasis que acompaña a este estado no es absolutamente estable; también hay momentos de gran angustia. Los más intensos se dan cuando el estado fluctúa y, de repente, cesa sin razón aparente. En estos casos, se dan períodos de intensa desesperación, así como el temor de que la Presencia le haya olvidado a uno. Estas caídas hacen arduo el sendero y, para superarlas, hace falta una gran dosis de voluntad. Al final, se hace obvio que uno debe trascender este nivel o sufrir permanentemente estos insoportables “descensos desde la Gracia”. Así pues, hay que renunciar a la gloria del éxtasis cuando uno se sumerge en la ardua tarea de trascender la dualidad, hasta que uno está más allá de todos los opuestos y sus conflictivos tirones. Una cosa es renunciar alegremente a las cadenas de hierro del ego, y otra muy distinta es abandonar las cadenas de oro de la dicha del éxtasis. Es como si uno renunciara a Dios, al tiempo que aparece un nuevo nivel de temor, un temor nunca antes anticipado; es el terror final de la soledad más absoluta.
Para el ego, el miedo a la no existencia era formidable, y le hizo retraerse de él una y otra vez, cuando parecía aproximarse. Luego, se hizo evidente el propósito de las agonías y de las noches oscuras del alma. Son tan intolerables, que su exquisito dolor le espolea a uno hasta el esfuerzo extremo que hace falta para superarlas. Cuando la vacilación entre el cielo y el infierno se hace intolerable, hay que someter incluso el deseo por la existencia. Sólo entonces se puede ir por fin más allá de la dualidad de la Totalidad frente a la nada, más allá de la existencia o la no existencia. Esta fase de culminación del trabajo interior es la más difícil, el instante decisivo final, donde uno se hace plenamente consciente de que la ilusión de la existencia que uno trasciende aquí es irrevocable. No hay marcha atrás desde este punto, y el espectro de su irreversibilidad hace que esta última barrera parezca la decisión más formidable jamás tomada.
Pero, de hecho, en este apocalipsis final del yo, la disolución de la única dualidad que queda, la de la existencia y la no existencia, la de la identidad misma, se disuelve en la Divinidad Universal, y no queda consciencia individual que pueda tomar la decisión. El último paso, por tanto, lo da Dios.
Fuentes:
Nota autobiográfica extraida del libro “Dejar ir”
Enlaces biográficos de los maestros mencionados dirigidos a la web
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